Mucho antes de la disputa iniciada por los seguidores de Jacobo Arminio contra las enseñanzas hechas populares por Juan Calvino, era ya del interés de los creyentes entender la situación de eternidad en aquellos que decían haber conocido a Cristo como Señor y Salvador. Pudiéramos considerar esta preocupación a partir de varias situaciones planteadas en el texto del Nuevo Testamento: la expulsión temprana de Simón el mago luego de este haber creído, las deserciones ministeriales y congregacionales de personajes como Demas, la muerte de algunos como resultado de las persecuciones locales o imperiales, planteaban inquietudes con relación a la seguridad de la eterna salvación de los creyentes. De todas estas, es probablemente el pecado y sus efectos en el creyente la que mayor preocupación debía generar, y dar respuesta a situaciones específicas de inconductas en el seno de la iglesia fue una necesidad. La situación espiritual planteada en las cartas de Pablo a los hermanos en Corinto sobre inconductas en la propia iglesia nos da lecciones valiosas sobre la calidad de la obra de Cristo, la santidad que la misma promueve en los creyentes, y la necesidad de la disciplina como una manera de restaurar al pecador. Me atrevo a sugerir que la más fuerte de las disciplinas en el Nuevo Testamento es pronunciada en esta carta:
“En efecto, se oye que entre vosotros hay inmoralidad, y una inmoralidad tal como no existe ni siquiera entre los gentiles, al extremo de que alguno tiene la mujer de su padre. Y os habéis vuelto arrogantes en lugar de haberos entristecido, para que el que de entre vosotros ha cometido esta acción fuera expulsado de en medio de vosotros. Pues yo, por mi parte, aunque ausente en cuerpo pero presente en espíritu, como si estuviera presente, ya he juzgado al que cometió tal acción. En el nombre de nuestro Señor Jesús, cuando vosotros estéis reunidos, y yo con vosotros en espíritu, con el poder de nuestro Señor Jesús, entregad a ese tal a Satanás para la destrucción de su carne, a fin de que su espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús.” (1 Corintios 5.1-5 LBLA)
Pablo reprocha a los hermanos en Corinto por no tomar acción ante una falta que, como el mismo apóstol dice, “ni aun se nombra entre los gentiles” (RVR60). Ante la conducta pecaminosa sostenida por este hombre incluso luego de haber sido expuesto (Pablo se enteró de la situación probablemente por los de la casa de Cloé), la Escritura plantea que no queda más que una salida, y esta es la expulsión del mismo de la congregación. El énfasis de Pablo es tal que ordena “entregad a esa tal a Satanás para destrucción de la carne”. ¿Es el interés de Pablo el castigo, la venganza contra este pecador que ha ensombrecido el claro testimonio de la iglesia? Definitivamente no, pues la disciplina que el Señor, dueño de la iglesia, procura para los creyentes que persisten en pecar la restauración a una experiencia plena de fe (Gálatas 6.1-5); los Canones de Dort dicen:
“Dios conserva en los elegidos incluso en sus caídas Su simiente imperecedera por la cual fueron regenerados para que no se pierdan ni se desechen. Luego, Él los renueva al arrepentimiento de manera segura y eficaz a través de Su Palabra y Espíritu, para que sientan dolor de corazón ante Dios por sus pecados. Con un corazón contrito, mediante la fe, buscan y obtienen el perdón en la sangre del Mediador. Vuelven a experimentar la gracia de un reconciliado con Dios, adoran sus misericordias a través de la fe y luego trabajan con entusiasmo en su salvación con temor y temblor ”. Canones de Dort, Quinto Punto Principal de la Doctrina, Artículo 7.
Evidentemente la intención del Señor para el tal hombre en el pasaje antes citado es otra: la destrucción de su carne para la salvación de su espíritu. La destrucción de la carne es la disciplina: el pecado trae consigo la corrupción propia de la muerte espiritual, y nadie como Satanás, el padre de todo pecado, para hacer que este hombre experimente toda la putrefacción que el pecado puede traer y trae, de manera que pueda alcanzar el arrepentimiento incluso si fuera en las puertas mismas de la muerte. Tal como el hijo pródigo, que después de experimentar las grandes bendiciones del Padre y abandonarlo se encontró a sí mismo en miseria total, esta le sirvió para reflexionar en Su Padre y regresar a Él arrepentido, igual expectativa habría para el tal joven. Es que el pecado nos afecta y nos daña, y requiere ser corregido y disciplinado en la vida de los hijos de Dios. Esta es la clave en este asunto: los hijos de Dios no caen irremediablemente de la gracia porque incluso en los momentos en los que se requiere para ellos la disciplina más severa esta no es un castigo que elimina de ellos la gracia que les ha elegido y marcado para salvación, más bien procura rescatar su espíritu para la salvación que de Dios ya ha recibido. Pablo no tiene duda, al entregar al tal a Satanás su espíritu será salvo, incluso si su carne fuera destruida.
Aunque habremos de continuar más adelante con este estudio, no puedo avanzar sin antes asegurarme de preguntarte: ¿Quieres que tu carne sea destruida? ¿Quieres sufrir tales embates de Satanás? ¡Seguro que no! El saber que el pecado ofende a nuestro Señor que nos salvó e intercede por nosotros es suficiente razón para no pecar, pero si pecamos entonces confesar y apartarnos es nuestro deber (ver 1 Juan 1.5 – 2.1); si decidimos persistir en el pecado, la disciplina de Dios vendrá a nuestra vida, tan seguro como la salvación que por gracia hemos recibido, pudiendo esta llevarnos a la miseria y destrucción completa.
Dios nos guarde de tal mal.
Ver artículos anteriores: «Tulip: Doctrinas de la Gracia (Introducción)» – «Depravación Total (1)» – «Depravación Total (2)» – «Elección Incondicional (1)» «Elección Incondicional (2)» – «Elección Incondicional (3)» – «Elección Incondicional (4)» – «Expiación Limitada (1)» – «Expiación Limitada (2)»– «Expiación Limitada (3)» – «Perseverancia de los santos»