¿Y si Dios te amara como TÚ amas?

Si Dios te amara y te manifestara amor igual como tú a tu familia, a tus vecinos, a tus adversarios, ¿te serviría, te sería suficiente?

“Pero a vosotros los que oís, os digo: amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen; orad por los que os vituperan. Al que te hiera en la mejilla, preséntale también la otra… Y así como queréis que los hombres os hagan, haced con ellos de la misma manera. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman. Si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores hacen lo mismo… Sed misericordiosos, así como vuestro Padre es misericordioso.” (Lucas 6:27-36, NBLA)

En el año 1996 el Barco Logos (“la biblioteca flotante más grande del mundo”) atracaba por segunda vez en muelles de la República Dominicana. Interesado en comprobar el contenido de su biblioteca, me anoté entre los que de nuestra iglesia local planeaban visitarlo. El Señor por su gracia me permitió ser parte de un grupo de hermanos, la mayoría jóvenes, que atravesamos maravillados esa enorme bestia flotante. Fue el medio que utilizó el Señor para proveerme de uno de los libros que más valoro de mi biblioteca (si es que se puede llamar “libro” a la versión que mi presupuesto podía adquirir, pues era más parecido a uno de los antiguos diarios impresos), y que me ha permitido ahondar más en mi deseo de entender el corazón de Dios al amarnos y ordenarnos amarnos unos a otros. Me refiero a “El Libro de Oro de la Verdadera Vida Cristiana”, de Juan Calvino; él resume toda la responsabilidad que tenemos en amar a todos en el hecho de que todos son “portadores de la imagen de Dios” (más adelante daré más detalles sobre esto, citando porciones del libro).

Conociendo lo terco y porfiado de nuestro caído corazón, el Señor nos expone por medio de este diálogo con sus discípulos en el Sermón del Monte el enorme compromiso que tenemos de mostrar amor por el prójimo, incluso si este nos ha hecho mal, al punto de considerarle “enemigo”; en el original, “enemigo” es algo más que alguien que nos retira la amistad, es alguien que nos hace daño y que por lo tanto se nos hace odioso. La orden es clara: “Amen a sus enemigos”. No hay forma de justa y normal interpretación que comunique o traduzca algo diferente. De las diferentes palabras para expresar conflictos en el griego del Nuevo Testamento, la que el Señor usa en este pasaje (ἐχθρός, ecthros) es la que más énfasis hace en la razón del conflicto:

“Mientras que μῖσος denota la disposición de hostilidad y πόλεμος la guerra, ἐχθρός significa la «hostilidad» en sí.”[1]

La palabra seleccionada por el Señor hace de la razón de la enemistad el objeto de la declaración y ordenanza. Cuando el Señor nos dice “amen a sus enemigos” no deja a un lado las razones de la enemistad, más bien nos llama a amar por encima de las mismas.

El Señor Jesús usa sus ordenanzas para contrastar y contrarrestar las enseñanzas malsanas de los fariseos; ya en el Antiguo Testamento el Señor había ordenado a Israel no guardar rencor, más bien amar al prójimo (Levíticos 19:18), pero estos habían encontrado la manera de interpretar este mandamiento excluyendo a los no judíos y luego a los “malos” israelitas. William Hendriksen, comentando sobre esto, dice:

“Amad a vuestros enemigos” no era lo que los escribas estaban enseñando a la gente. Ellos decían: “Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo” (Mt. 5:43). Por medio del agregado—“y odia a tu enemigo”—se cambiaba el énfasis de la verdadera intención de la ley. La ley ponía todo el énfasis en el amor en oposición a la venganza. Nótese Lv. 19:18: “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo; yo Jehová”. La interpretación errada de los rabinos aminoró el énfasis de la palabra amar y subrayó “los hijos de tu pueblo”, como si el significado fuese “a los demás puedes odiar a tus anchas”. Siendo como es la naturaleza humana, era demasiado fácil para la gente que vivía irritada bajo el yugo de un opresor extranjero ceder a sus malos impulsos. Así se estaba levantando una muralla de separación entre judíos y gentiles; los primeros habían de ser amados, los segundos, odiados. Pero era difícil detenerse aquí. Se levantó otra barricada entre buenos israelitas, como los escribas y fariseos, y los malos israelitas, como esos renegados, los publicanos y en general toda aquella chusma que no conocía la ley (Jn. 7:49). Con tal ambiente, era imposible que el odio tuviera hambre. Se sentía bien alimentado.[2]

Este amor que se nos requiere es, como sabemos, algo que se hace, no que se dice. El Señor no se limita a darnos consejos para no resentirnos, el Señor ordena que mostremos con nuestras acciones el amor por los que actúan contra nosotros con odio y saña: al que hiere en la mejilla, dale la otra; al que te despoja de lo que es tuyo, no se lo impidas. Incluso, si tu enemigo en necesidad te pide prestado, dale. No, no es de amar de boca, es amar de forma activa y evidente.

Hay una razón adicional para el mandamiento, una que quizás no nos resulta tan evidente al leerlo, y que para muchos de los que sí la encuentran en el texto la ven como excusa para hacer de la iglesia una cofradía de pecadores. Jesús explica que debemos hacer a los demás como queremos nos sea hecho a nosotros. Esto no es una licencia para pecar, no se nos dice tan sólo que tratemos bien a los que pecan contra nosotros para que cuando estemos en el lugar de ellos nos traten igual, más bien se nos comunica que si para nosotros esas personas son odiosas, merecedoras de nuestro odio por sus acciones contra nosotros, resulta que nuestras acciones igual nos han granjeado el odio de otros, siendo que lo sepamos o no.

Juan Calvino, en el mencionado libro, nos dice:

Cuando la Escritura nos ordena conducirnos de tal manera para con nuestros semejantes, de modo que prefiramos a los demás antes que a nosotros mismos, nos está dando un mandamiento de tal envergadura que no podemos recibir a menos que primero seamos curados de nuestra naturaleza pecaminosa. Estamos tan cegados y trastornados por el amor propio, que imaginamos que tenemos el justo derecho de exaltarnos y menospreciar a los otros al compararlos con nosotros mismos… Todos estamos llenos de vicios que escondemos cuidadosamente de los demás, y nos engañamos pensando que son cosas pequeñas y triviales. Es más, a veces los estimamos como verdaderas virtudes… Si los otros tienen algún vicio, no nos contentamos con criticarlos aguda y severamente, sino que nos permitimos exagerarlos con todo nuestro odio… Todos deseamos complacernos a nosotros mismos y censurar las ideas y conducta de nuestros semejantes, y en caso de que surja una diferencia, se convierte en una verdadera explosión de veneno… Debemos velar y ser conscientes de nuestras faltas, así como verdaderamente humildes. De este modo no nos inflaremos de orgullo, sino que, por el contrario, tendremos grandes razones para sentirnos abatidos… Nunca deberíamos injuriar a otros por sus faltas, pues es nuestro deber mostrar amor y respeto para con todos… Nunca llegaremos a la verdadera humildad de ningún otro modo que no sea humillándonos y honrando a nuestro prójimo desde lo profundo de nuestros corazones… Dios nos manda hacer el bien a todos los hombres sin excepción, aunque la mayoría son muy inmerecedores si se les juzga de acuerdo a sus propios méritos. También en esta ocasión la Escritura nos ayuda con un excelente argumento, enseñándonos a no pensar en el valor real del hombre, sino sólo en su creación, hecha conforme a la imagen de Dios. A Él debemos todo el honor y el amor de nuestro ser… De modo que si alguien aparece delante de vosotros necesitado de vuestro amable servicio, no tenéis razón alguna de rehusarle tal ayuda… Supongamos que es vil e indigno; aun así el Señor le ha designado para ser adornado con Su propia imagen. Supongamos que no tenéis ninguna obligación hacia él de servirle; aun así el Señor le ha hecho como si fuera Su sustituto, de modo que os sintáis obligados por los numerosos e inolvidables beneficios recibidos. Supongamos que es indigno del más mínimo esfuerzo a su favor; pero la imagen de Dios en él es digna de que os rindáis vosotros mismos y vuestras posesiones a él. Si él no ha mostrado amabilidad, sino que, por el contrario, os ha maltratado con sus injurias e insultos, aun así no hay razón para que no podáis rodearle con vuestro afecto y hacerle objeto de toda clase de favores. Podríais decir que él se merece un trato muy diferente, pero ¿qué es lo que ordena el Señor, sino que perdonemos a todos los hombres sus ofensas y remitamos la causa a Él mismo? Éste es el único camino para obtener aquello que no sólo es dificultoso, sino aun repugnante a la naturaleza humana: amar a quienes nos odian, corresponder a las injurias con amabilidad, y devolver bendiciones por insultos. Recordemos siempre que no hemos de pensar continuamente en las maldades del hombre, sino darnos cuenta de que él es portador de la imagen de Dios. Si con nuestro amor cubrimos y hacemos desaparecer las faltas del prójimo, considerando la belleza y dignidad de la imagen de Dios en él, seremos inducidos a amarle de corazón.[3]

En cuanto al trato con los enemigos, los que se nos hacen odiosos por sus hechos en contra nosotros, el Señor se ocupa de ordenarnos imitar Su Misericordia y no Su Justicia.

Que el Señor nos ayude.


[1] Gerhard Kittel, Gerhard Friedrich, and Geoffrey W. Bromiley, “Compendio Del Diccionario Teológico Del Nuevo Testamento” (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2002), 282.

[2] William Hendriksen, “Comentario Al Nuevo Testamento: El Evangelio Según San Lucas” (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2002), 341.

[3] Juan Calvino, “El Libro de ORO de la verdadera VIDA cristiana”, (Editorial Clie, 2011), Cap. 2, secciones 4 & 6

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