
Antes de ser declarada como pandemia, la enfermedad causada por el coronavirus Covid-19 ya nos comunicaba una urgencia e impacto social tal que su dimensión se reserva a los hitos que han transformado la historia. Wuhan, ciudad de la provincia de Hubei en la República Popular China, era cerrada a cualquier contacto con las comunidades de alrededor. Once millones de personas (poco más que el total de habitantes en la República Dominicana) eran confinados a sus hogares e impedidos de salir de la ciudad, todo esto como un medio de evitar la propagación de este voraz nuevo virus. Poco a poco las demás ciudades y naciones empezaron a ser afectadas por este, cediendo cada una de ellas (en mayor o menor proporción) al modelo chino implementado en Wuhan.
Algunos han considerado tanta alarma como innecesaria: el novel de los virus produce un tipo de influenza que en la mayoría de los casos requiere poco tratamiento, y que afecta mayormente a aquellos que están en la edad de retiro o más. Sin embargo, el impacto ha sido tal que los sistemas de salud (morgues incluidas) de potencias mundiales han colapsado. Y es que el peligro principal del virus radica en dos cosas: la eficacia de su contagio (facilidad y rapidez) y en lo similar de sus síntomas con una simple gripe, haciendo de sus víctimas presas descuidadas y fáciles de atrapar.
El impacto en la historia será incalculable: antes de finalizar el año, considerando las cifras actuales, expertos estiman que entre 40 y 60% de los habitantes de la tierra enfermarán. Por hacerlo simple consideremos matemática y no estadísticamente las proyecciones: el mundo cuenta al momento con 7.7 mil millones de habitantes, y este virus hasta hoy ha cobrado las vidas de 4.5% de los que han enfermado, por lo que las muertes proyectadas pudieran variar entre 130 y 200 millones de personas! Añadamos a tal desgracia el costo económico, el impacto en el comportamiento de la humanidad, el aspecto emocional y sus repercusiones (muy particularmente en los millenials); en fin: somos testigos de uno de los eventos más catastróficos en la historia de la humanidad.
Ante esta oscura realidad, el pueblo de Dios busca respuestas en las Sagradas Escrituras. La inmensa mayoría se aferra a la hermosa promesa expresada por el Señor en el Segundo Libro de Crónicas:
“Si cierro los cielos para que no haya lluvia, o si mando la langosta a devorar la tierra, o si envío la pestilencia entre mi pueblo, y se humilla mi pueblo sobre el cual es invocado mi nombre, y oran, buscan mi rostro y se vuelven de sus malos caminos, entonces yo oiré desde los cielos, perdonaré su pecado y sanaré su tierra.” (2º Crónicas 7.13–14, LBLA)
Nada más acertado que descansar en la realidad que este pasaje de Escritura nos enseña: ante una calamidad como la que estamos viviendo, la fe tiene un papel de exclusiva, mayúscula e inigualable importancia. El texto enfatiza una verdad que subyace en los tratos de Dios con la humanidad desde el principio de la historia: a partir de la Caída, y más específicamente a partir del llamado a Abraham, Dios trata con la humanidad por medio de sus agentes humanos escogidos, su pueblo (como son reconocidos en toda la Escritura), sus hijos (como son llamados en el Nuevo Testamento). El pueblo de Dios tiene la responsabilidad y compromiso de ser «luz del mundo» y «sal de la tierra», «embajadores» de un Reino y su Rey, y por lo tanto ha sido llamado a vivir por fe y para fe, lo que no es más que vivir y proclamar el mensaje del Reino a todas las naciones. En las ocasiones en las que el Pueblo de Dios se ha desviado de este su curso, Dios ha permitido males y tribulaciones («Si cierro los cielos para que no haya lluvia, o si mando la langosta a devorar la tierra, o si envío la pestilencia entre mi pueblo…») como una manera de manifestar el pecado de su pueblo, disciplinarlo y restaurarlo a la posición privilegiada que este debe ostentar.
Cuando Dios ha querido castigar al resto de la humanidad por su pecado, o por herir a sus escogidos, lo ha hecho sin afectar a su pueblo, protegiéndoles y cuidándoles de tales castigos. Esta es la principal evidencia, a mi modo de ver, para entender que esta pandemia tiene TODO que ver con el pecado del pueblo de Dios y MUY POCO que ver con el pecado del resto del mundo.
El texto nos enseña que ante tal calamidad hay una esperanza firme y sólida, y la respuesta transformadora está en el pueblo de Dios. Jehová declara a Salomón la clave para la restauración:
- El pueblo de Dios debe humillarse
- El pueblo de Dios debe orar, buscar el rostro de Dios
- El pueblo de Dios debe volverse de sus pecados
Todo el pueblo de Dios, todas las personas que dicen tener fe en Dios, se han motivado a la segunda de estas tres poderosas acciones. De hecho, una gran cantidad lo ha hecho entendiendo que lo ocurrido es uno de los juicios divinos profetizados en el Apocalipsis, por lo que estos han entendido que al buscar el rostro de Dios estamos manifestando amor y misericordia por la humanidad sin Cristo, procurando para ellos el bienestar que en esta tierra Dios ofrece a sus hijos. Esto es sin duda un error al compararse con lo que enseña el libro de Apocalipsis, donde el pueblo de Dios es atribulado y perseguido por la Bestia y su sistema, pero es a la vez guardado de las plagas y juicios que se ejecutan sobre la Tierra; Apocalipsis 3:10 y 18:4 sirven de base para entender esto, pero igualmente puede verse esto en todo el libro al observar que el propósito de sus plagas es castigar a aquellos que han hecho de esta tierra su «morada», e igualmente de la impía respuesta de los que sufren estos juicios.
Orar es evidentemente necesario pero no sin antes humillarse. Humillarse no es un acto en sí mismo, es un proceso. Religiosos, fariseos como muchos sin saberlo aspiramos a ser, queremos correr de la lectura a la aplicación, y al hacerlo creamos mandamientos que muchas veces son nuestros y que nada tienen que ver con la voluntad de Dios. Por esto, cuando leemos en el pasaje de Segundo de Crónicas que el pueblo de Dios debe humillarse inmediatamente queremos correr a hacer jornadas y cadenas de oración (la segunda acción en la lista), proclamamos ayunos y hacemos vigilia. Todo esto estaría muy bien si el proceso de humillarse hubiera sido completado, es decir, si antes de las acciones de contrición existiera una conciencia de la falta, y con ella una justa valoración de la culpa que entonces resultara en un arrepentimiento genuino.

Creo que el mejor ejemplo de esto lo encontramos en el Primer libro de Reyes, capítulo 21, donde el profeta Elías es enviado con palabras duras de juicio y castigo contra Acab y Jezabel por sus numerosos pecados, coronados estos por el asesinato de Nabot con el simple fin de arrebatarle su viñedo (vv. 20-26). Al escuchar la sentencia, Acab se humilla ante Dios, logrando para sí gracia suficiente como para que este inevitable juicio se efectuara después de su muerte. Pero observemos que la clave para lograr misericordia y gracia de Dios en este juicio fue agotar el proceso de humillación:
“Y sucedió que cuando Acab oyó estas palabras, rasgó sus vestidos, puso cilicio sobre sus carnes y ayunó, se acostó con el cilicio y andaba abatido. Entonces la palabra del Señor vino a Elías tisbita, diciendo: ¿Ves como Acab se ha humillado delante de mí? Porque se ha humillado delante de mí, no traeré el mal en sus días; pero en los días de su hijo traeré el mal sobre su casa.” (1º Reyes 21.27–29, LBLA)
Antes de hacer actos de contrición, Acab entendió sus pecados, valoró justamente la culpa y se arrepintió. Es esto, antes que los actos de contrición, lo que mueve al Señor a misericordia.
La pregunta correcta ante esta pandemia, pues, es ¿en qué hemos ofendido al Señor? Conocer esta pregunta y ser capaces de responderla correctamente habrá de lograr que nuestras acciones de humillación, nuestro buscar a Dios resulte en abandonar los pecados por los cuales nos disciplina, y obtener así perdón de nuestros pecados y sanidad para nuestras comunidades.
Amada familia de fe: esforcémonos en entender cómo esta pandemia manifiesta nuestros pecados, cuáles son estos pecados, para que nuestras acciones puedan lograr el resultado que esperamos. Les invito a que nos enfoquemos a orar encarecidamente por esto, y luego juntos compartiremos lo que nos sea mostrado por nuestro buen Dios.
Dios les bendice,
Vladimir.
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Gracias por hacer énfasis en la comprensión de nuestro pecado como pueblo de Dios, también como observadores hemos participado al observar cuanta miseria espiritual nos rodea, oro para que mi Padre desde mi imposibilidad me permita testificar de Su Grandeza, tengo 3 años confinada en casa, pues me han operado de mis piernas y sólo salgo a mis citas médicas.
Amén. Gracia y paz.
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Hoy estamos orando por usted y por su salud, Leticia. Dios le bendice.
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