Jesucristo, mi abogado

«Hijitos míos, les escribo estas cosas para que no pequen. Y si alguien peca, tenemos Abogado para con el Padre, a Jesucristo el Justo.»

1 Juan 2:1 NBLA

Durante el peregrinar de la vida cristiana los creyentes son continuamente confrontados con una verdad: somos miserables pecadores, necesitados de la continua y perfecta Gracia del Todopoderoso y Buen Dios.

Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, lo dijo de la siguiente manera:

“¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?” (Romanos 7:24 NVI)

Mientras estemos en este cuerpo mortal (en espera de vestirnos de inmortalidad), el pecado lucha a cada momento por recuperar el control que antes tuvo en nuestras vidas. Y la verdad es que muchas veces, en este largo camino, cedemos a sus demandas y le hacemos, aún sin quererlo, señor en nuestras vidas. Somos, sin embargo, enseñados por nuestra misma naturaleza pecaminosa, a callarlo, a vestirnos de aparente santidad. Es esa apariencia la que los demás esperan ver, así que no hablamos de ello; no mostramos a nadie nuestras luchas más profundas, la miseria que todavía atesoramos en nuestros corazones de carne. Es esa apariencia la que debemos mostrar en nuestras congregaciones, la que nuestros hermanos en fe aspiran ver. Es esa apariencia la que nosotros queremos ver en el espejo diariamente, al punto de convencernos de que las luchas y sus caídas son parte de un universo paralelo, el “metaverso” de Zuckerberg quizás, que ya no somos pecadores, o que nuestros pecados presentes son poca cosa. Así, sin darnos cuenta, volvemos a establecer como estándar nuestra justicia antes que la de Cristo, robando la gloria a quien la merece, el Único y Sabio Dios. Y así, una vez más, nos volvemos jueces, que definen lo que sí es “tolerable” (lo que yo hago) y lo que no lo es (lo que tú haces).

John Bunyan, al comentar el texto de 1 Juan 2.1 en su libro “The Work of Jesus Christ as an Advocate” dice:

“Cristo pagó el precio con Su sangre, pero eso no es todo; Cristo, como un Capitán, ha conquistado la muerte y la tumba por nosotros, pero eso no es todo; Cristo, como sacerdote, intercede por nosotros en el cielo; pero eso no es todo. El pecado todavía está en nosotros y con nosotros, y se mezcla con todo lo que hacemos, ya sea en el ámbito religioso o civil; ya que no solo nuestras oraciones y nuestros sermones, sino también nuestras casas, nuestros comercios y nuestras camas están contaminados con el pecado.

Tampoco el diablo, nuestro adversario día y noche, se abstiene de llevar nuestras malas acciones a nuestro Padre, instándolo a que seamos desheredados para siempre.

Imagen de "The Work of Jesus Christ as and Advocate", de John Bunyan
«The Work of Jesus Christ as and Advocate», John Bunyan

Pero, ¿qué sucedería si no tuviéramos un defensor? Si no tuviéramos uno que suplicara, alguien que pudiera prevalecer y que ejecutara fielmente ese oficio a favor nuestro. Seríamos condenados a muerte.

Pero ya que somos rescatados por Él, cubrámonos la boca con la mano y callemos.”

(Puedes descargar el libro desde monergism.com, siguiendo este enlace.)

Sobre esto concluye Dane Ortlund en su libro “Manso y Humilde: el corazón de Cristo para los pecadores y heridos”:

“No minimices tu pecado ni lo excuses. No te defiendas. Simplemente llévalo al que ya está a la diestra del Padre, abogando por ti en base a Sus propias heridas. Permite que tu propia injusticia, con toda tu oscuridad y desesperación, te conduzca a Jesucristo, el justo, con todo Su esplendor y suficiencia.”

Amén.

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